Primera salida furtiva del palacio
Siddhartha Gotama, días antes de abandonar el palacio que fue su hogar, atravesó por una especie de crisis espiritual (aunque no es así como lo expresan las escrituras). Ese lapso de su vida se suscitó a partir de un punto decisivo que en todos los círculos budistas es conocido como las cuatro escenas. Es imposible saber si esto es leyenda, es decir, la proyección externa de una experiencia que surge de un cuestionamiento interior intenso o si sucedió tal y como lo describe la historia. De lo que podemos estar seguros es que las cuatro escenas cristalizan de una forma poderosa algunas de las enseñanzas fundamentales del budismo, marcando el temprano desarrollo espiritual del Buda.
El relato cuenta que en una mañana soleada Siddhartha ordenó a su auriga que preparase los caballos para dar un paseo. «Vayamos a ver qué hay en el mundo y lo que la gente hace», le dijo. El auriga sacudió la cabeza exclamando: «Me temo que no podemos hacer eso, ya que no estoy autorizado para llevarlo fuera del palacio. Usted sabe que el rey insiste en que no debe mezclarse con el resto de la gente». Sin embargo, el joven príncipe le respondió: «No te preocupes por mi padre. Si el rey tiene algo que decir, pídele que me lo diga a mí». Entonces engancharon los caballos al carro y se dispusieron a salir. Condujeron alrededor del pueblo y Siddhartha vio que la vida transcurría de la manera esperada hasta que su atención fue atrapada por la escena de un anciano.
La Primera escena, la vejez
De forma tradicional, la historia describe la apariencia de ese anciano: un hombre débil, acabado, con una joroba en la espalda, con un cuerpo tan delgado que se le notaban los huesos y que se movía dando pasos cortos ayudado por su bastón. Tenía una larga barba blanca y los ojos llorosos. Para los occidentales esto puede sonar un poco exagerado, pero en la India no lo es. Allí la gente envejece de una forma muy evidente debido al clima y a las duras condiciones en que se vive. Debemos recordar que, según la leyenda, Suddhodana había apartado a Siddhartha, de forma deliberada, de cualquier cosa que pudiera resultarle desagradable, incluida, por supuesto, la vejez. Entonces, cuando Siddhartha vio al anciano, de inmediato preguntó de qué se trataba.
El auriga pensó: «Pues tiene que saberlo tarde o temprano» y le contestó que era un anciano. Siddhartha se apresuró a preguntar: «¿Por qué tiene ese aspecto? ¿Por qué se le notan los huesos? ¿Por qué tiene los ojos llorosos?» El auriga no estaba acostumbrado a que un adulto le hiciera ese tipo preguntas y simplemente le dijo: «Es un hombre viejo». Obviamente, Siddhartha no se sintió satisfecho con esa respuesta y prosiguió inquiriendo: «¿Cómo es que ha llegado a ese estado?» El cochero le dijo que la gente envejecía sin tener que esforzarse o hacer nada en particular, que era algo natural. El joven príncipe se estremeció al escuchar eso y le preguntó si toda la gente envejecía. El auriga le dijo que sí. Entonces Siddhartha continuó: «¿También yo envejeceré?» Su sirviente asintió, añadiendo: «Su padre, el rey; su madre, la reina; su esposa; usted y yo, todos envejeceremos».
Se dice que Siddhartha recibió las noticias como un elefante que es azotado por un rayo y empezó a sudar fríamente por la conmoción. «¿De qué sirve ser joven”, se lamentó, “y tener vitalidad y fuerza si todos terminaremos tan frágiles?» Su corazón estaba abatido. «Es suficiente por hoy, vamos a casa», suspiró. En el camino de vuelta al palacio reflexionó sobre lo que había aprendido durante ese paseo.
Ésta es la leyenda de la primera escena. Quizá no era la primera vez que Siddhartha veía a un anciano. Sin embargo, no cabe duda de cuál es el significado real del suceso. Y si realmente ya había visto a muchos ancianos, en cierta manera había algo que no había notado. Puede ser que ese día viera al anciano como si se tratara de la primera vez. Esto ocurre a menudo. Observamos algo, quizás algo que pasa por nuestra vista todos los días, de la misma manera que vemos la puesta del sol, pero realmente no lo vemos porque no nos damos cuenta y no nos paramos a pensar en ello. Vemos sin mirar, andamos a ciegas. Podríamos trabajar en un asilo de ancianos sin damos cuenta de la vejez con profundidad. Posteriormente, cuando desarrollamos un mayor nivel de conciencia y de claridad percibimos que aparecen cosas con una nueva luz, dejándonos la impresión de que nunca las habíamos visto antes. Siddhartha se percató de la vejez por primera vez en su vida de una forma auténtica y de que la juventud era pasajera aun para él.
Segunda escena, le enfermedad.
Todavía aturdido por la conmoción que le había causado su nueva experiencia, Siddhartha volvió a salir del palacio unos días más tarde y otra vez vio algo que nunca había presenciado antes: un hombre enfermo. Éste se encontraba acostado en la calle, tenía fiebre y se movía bruscamente de un lado hacia otro. Una vez más, Siddhartha le pidió a su auriga que le explicase qué le sucedía a ese hombre: «¿Por qué tiembla de esa manera? ¿Por qué esta acostado en el suelo? ¿Por qué se mueve tan bruscamente? ¿Por qué dan vueltas sus ojos de esa forma tan violenta? ¿Por qué está tan pálido?» Estaba claro que el cochero tenía que contarle la verdad: «Pues se encuentra enfermo, eso es lo que le sucede» y Siddhartha, quien parecía que había gozado de una gran salud durante toda su vida, quería saber si a él también podía sucederle lo mismo. El auriga le respondió: «Todas las personas son propensas a enfermar y puede sucederles en cualquier momento. Todos podemos perder la fuerza y la salud de repente y entonces nos enfermamos». Otra vez, Siddhartha mantuvo su mente ocupada con todo esto de camino al palacio.
Tercera escena, la muerte
Unos días después salieron a dar otro paseo y en esta ocasión vio a cuatro hombres cargando una especie de camilla sobre sus hombros. Sobre ésta se encontraba una persona envuelta en una sábana amarilla con la cara descubierta. Todo le pareció muy peculiar, ya que el cuerpo se encontraba inmóvil por completo y con los ojos cerrados.
En la India es posible encontrar una escena de este tipo cualquier día de la semana. Un funeral indio es muy diferente al occidental. Allí se recuesta al muerto en la mejor habitación de la casa, todos los amigos y parientes de éste van a visitarlo y es común escuchar: «Parece muy feliz y apacible. Pues adiós, mi viejo amigo». Entonces lloran moderadamente y arrojan flores sobre el cadáver. Posteriormente lo ponen en una camilla y cuatro hombres fuertes lo pasean por el pueblo con la cara descubierta. El cadáver transita las calles mientras que algunas personas lo siguen en medio del calor. La gente lo observa y dice: «Mira, es fulano de tal, no sabía que había muerto».
La procesión que presenció Siddhartha era como ésta y exclamó: «¡Qué extraño es eso! ¿Por qué lo llevan cargando de esa manera? ¿Qué hacen?» El cochero respondió como las otras veces: «Pues se trata de un hombre muerto». Tenemos que recordar, claro está, que la muerte era uno de esos asuntos que se le habían ocultado a Siddhartha y que, por lo tanto, estaba desconcertado con lo que escuchaba. Entonces insistió: «¿Muerto, qué quieres decir con eso?» El auriga añadió: «Como puede ver, se encuentra inmóvil, sin vida. Está muerto. Lo llevan a la pira funeral donde quemaran su cuerpo, que es lo que hacen con los nuestros después de la muerte». Siddhartha estaba horrorizado y con la voz entrecortada inquirió: «¿Nos pasará eso a todos? ¿Todo el mundo sufrirá la muerte, como tú la llamas? ¿Acaso moriré yo también?» El cochero suspiró diciendo: «Sí, su padre, su madre, su esposa y su hijo, todos ustedes morirán un día. Todos los que nacen tienen que morir. Han existido millones de hombres y mujeres desde el comienzo del mundo y todos han muerto. Nadie ha podido escapar a la fría mano de la muerte. Es implacable. Es como el rey de todos». Más triste, más angustiado y más pensativo que las veces anteriores, Siddhartha ordenó al cochero que lo llevara de regreso al palacio.
Situaciones existenciales ineludibles
En esos tres paseos Siddhartha se encontró con lo que en la actualidad llamaríamos «situaciones existenciales ineludibles», hechos de la existencia de los que no podemos escapar. No queremos envejecer pero no podemos evitarlo. No queremos enfermar pero a veces caemos enfermos. No queremos morir pero, querámoslo o no, moriremos. Entonces empezamos a pensar: «¿Por qué tiene que ser así? Quiero vivir para siempre, ser joven y saludable, pero no es posible. ¿Por qué se me ha otorgado este impulso para vivir si no se me da también la más remota oportunidad de escapar de la muerte? Es un misterio. ¿Pero por qué se me presenta a mí este misterio? ¿Es acaso Dios el responsable de esto? ¿O el destino? ¿O simplemente así son las cosas sin más ni más? ¿Existe alguna explicación para todo esto?»
Cuarta escena, la paz del renunciante
Siddhartha se encontraba bastante preocupado por preguntas fundamentales acerca de la vida y la muerte tras las últimas experiencias que había tenido. No obstante, decidió ir a dar otro paseo con su auriga y, en esta ocasión, vio a un hombre que tenía una apariencia diferente y poco común; llevaba unos hábitos amarillos y además tenía la cabeza afeitada. Ese hombre caminaba de una manera tranquila por las calles del pueblo, tocando la puerta de cada casa por la que pasaba, solicitando comida para ponerla en su tazón de mendicante. A Siddhartha le llamó la atención su paso tan sereno y compuesto y esto lo llevo a preguntar a su cochero: «¿Qué le ocurre a este hombre que parece tan tranquilo, en paz consigo mismo y con el mundo?» El auriga le respondió: «Es alguien que ha ido hacia adelante». «¿Cómo que hacia adelante?», insistió el joven príncipe. Su ayudante procedió a explicarle que era alguien que había dejado tras de sí la vida mundana y a su familia. Era alguien que había desechado todo tipo de ataduras terrenales, todo tipo de responsabilidades domésticas y de obligaciones sociales y políticas.
Siddhartha decide dejarlo todo
Es posible encontrar, incluso en la India actual, personas como ésa, que llevan hábitos color azafrán. Se les llama sadhús, que significa simplemente «gente buena» y se considera que es muy meritorio ayudarlas dándoles comida. La gente no sólo lo hace sino que los invita a pasar a su casa y los cuida. Este tipo de sistema sigue existiendo aun dos mil quinientos años después. Pues bien, ésa fue la escena que presenció Siddhartha y la que le inspiró a ir hacia delante. A esas alturas tenía bien claro cuáles eran las limitaciones últimas e inaceptables de la vida humana y le resultaba imposible ignorarlas o dejarlas a un lado para continuar con su vida como si nada hubiese cambiado. No obstante, en términos generales podemos decir que es posible ignorarlas y, a pesar de ello, están allí todo el tiempo. Siddhartha lo sabía. Tras reflexionar por un largo rato decidió que no le quedaba más que convertirse en sadhú. Sentía que sus preguntas tenían que ser respondidas y que no podría descansar hasta que quedaran contestadas. Pronto comenzaría una etapa muy diferente en su vida.